Este domingo os dejo este precioso artículo sobre Pavías que he encontrado por internet. Suscribo todo lo que dice su autor.
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No deja de llamarme la atención, y en todo hay excepciones, por
supuesto, que cuanto más pequeño es un pueblo, más cohesionada parece
estar su gente. Y más interés demuestran los vecinos por sus cosas. Al
principio de pensar esto, o percatarme de ello, pensé que dicho interés
se debía, sin duda, a un intento desesperado por aferrarse a su pasado.
Mantenerlo vivo suponía seguir vivos los escasos habitantes que quedan.
Tal vez, me dije, avivan ese pequeño fuego para no morir del todo. O hay
más motivos. Los hay, sin duda.
Desde hace un tiempo viene siendo
un tópico hablar de la España vaciada. Llaman de tal forma a estos
pueblos con pocas casas y menos vecinos. La inmensa mayoría de estos
pueblos cuentan en la actualidad con muy pocos habitantes. Tuvieron sus
momentos de gloria, sabido es. En los siglos XVII y XVIII, cuando
todavía no estaban desarrollados los grandes municipios o capitales, o
éstos no ofrecían el atractivo y las posibilidades que ofrecen hoy en
día, muchos de estos pueblos prosperaron con sus fábricas, sus viñedos,
sus bancales y sus pequeñas industrias. Pero hubo luego toda una serie
de desgracias: plagas, guerras, muertes, inundaciones y demás que, poco a
poco, los fueron desangrando. Si se olvida esto, si se descontextualiza
el pueblo, llama enseguida la atención que un número tan exiguo de
personas cuente en la actualidad, por ejemplo, con una iglesia
monumental que, aun en sus ruinas, cayéndose a pedazos, o no, proclama
que gozó de tiempos mucho mejores.
Desde
el mismo momento en que comenzó a hablarse de la despoblación de los
pueblos, se empezó a hablar también de la forma de contener esta
sangría. Se resucitó con ello una vieja tradición que, según parece,
nunca ha muerto del todo en este bendito país. Las ciencias, no
obstante, avanzan que es una barbaridad, y hoy ha cambiado de nombre
quien practica esa vieja y querida tradición. Antaño esta gente que
ofrecía soluciones para todos los problemas, grandes o pequeños, se
llamaban arbitristas. Quizás el más famoso sea el que retrata Quevedo en
su famosa novela. Aquel que, para favorecer la invasión de Ostende, y
evitar otro desastre como el de la Armada Invencible, proponía secar la
mar salada con esponjas. De esta forma y manera el ejército de su
graciosa majestad podría llegar a pie enjuto ante los pérfidos enemigos.Y vencerlos.
Hoy
en día esos arbitristas, que se han adaptado a los tiempos modernos,
son los famosos cuñados, o, dándoles un empaque mayor, esas buenas
personas que acuden a todos los estudios de televisión. Allí, ante las
encandiladas cámaras, ofrecen soluciones y salidas para cualquier evento
o desgracia que no sea el de su propia necedad. Tienen remedios para
todos los males y para todos los gustos. Y a fin de evitar que se nos
vacíe el pueblo han propuesto soluciones varias y peregrinas: volver a
trabajar la tierra por parte de esa juventud descarriada que no tiene
ganas de hacer nada, ni de estudiar ni de trabajar; repoblar los pueblos
con los emigrantes que llegan en barcas y pateras, y que nadie quiere;
poner cuarteles del ejército y cantinas; recoger el agua de las fuentes y
montar embotelladoras, etc., etc., etc. Hay soluciones para todos los
paladares y todas las religiones. Y no hace falta decir que ninguna de
ellas se lleva a cabo. Los pueblos, mientras tanto, van languideciendo y
muriendo poco a poco.
En algunos de estos pueblos, quien esto
escribe no ha podido recorrerlos todos, por supuesto, han surgido
movimientos quizás más románticos que prácticos, o viceversa. O tal vez
ni una cosa ni otra porque, posiblemente, no sea ese el planteamiento
que se hacen las personas implicadas en ellos. Dichos movimientos han
consistido en algo tan sencillo, o tan complicado, como montar
asociaciones culturales. Estas asociaciones están llevadas por hijos del
pueblo, que no viven en ellos, o sí. En ambos casos se quiere evitar la
muerte de las calles y paisajes que los vieron nacer. Tratan, pues, de
dinamizar la vida del pueblo ofreciendo diversas actividades. Una de las
más importantes que han llevado a cabo ha sido el tratar de recuperar
los enseres y utensilios que utilizaron sus padres y sus abuelos. No
sólo los que emplearon en las labores del campo sino también en las
casas, junto con juegos para los raros momentos de ocio, cuando no los
materiales que se utilizaban en las escuelas en tiempos inmemoriales:
pizarras, mapas, pupitres, libros, etc. En el caso de Pavías han
conseguido hasta la lista de los maestros que enseñaron a leer y a
contar a nuestros bisabuelos. Encomiable.
Nadie
se engaña al respecto: no se van a repoblar dichos pueblos por contar
con una asociación cultural, o con un pequeño museo. Desde luego que no.
Pero es cuanto menos muy de agradecer que haya personas dedicadas a
recoger no sólo los utensilios sino también las monedas, o piezas de
cerámica, que van apareciendo en poblados íberos, cubiertos, las más de
las veces, por la maleza y maltratados por la intemperie. Junto a ello, y
de eso hay una enorme riqueza en la Sierra de Espadán, están los
fósiles. Hay muchísimos. Dignos de catalogación y estudio.
Pavías
es un pequeño pueblecito enclavado en la Sierra de Espadán. Es el típico
pueblo próximo que nunca se visita. Yo había oído hablar de Pavías
desde mi más tierna infancia. Familiares y vecinos lo nombraban de vez
en cuando. Sin embargo, nunca me llevaron, ni a mí, ya de mayor, se me
ocurrió ir. Un día, no obstante, un encuentro casual con un antiguo
compañero de trabajo, en la capital, me lo trajo a la memoria. Dicho
compañero iba con una mujer. De pie, en plena calle, bajo un cambiante
semáforo, comenzamos una conversación banal, sin más interés que el
saludo entre personas educadas. El semáforo, sin embargo, fue ofreciendo
los tres colores con los que cuenta, y nosotros, los tres, seguíamos
sin movernos del lugar donde nos habíamos saludado. La conversación tomó
un giro insospechado. Y en un momento determinado, la mujer, a la que
me acababan de presentar, habló, viendo a cuento del tema, de la España
vaciada y del museo de Pavías. Tuve que reconocer que no conocía ni el
museo ni el pueblo.
—Pues no dejes de visitarlo —me recomendó poco antes de despedirnos.
No
soy de esos que echan en saco roto las recomendaciones de algunas
personas. Y aquella mujer me resultó simpática. Le hice caso. Dado que
soy un mediano andarín, un domingo se me ocurrió la brillante idea de
coger el coche, irme hasta Higueras y de Higueras a Pavías ir caminando.
Estaba muy nublado. De vez en cuando caían unas leves gotas. Prefiero
más la lluvia al hermano sol. Me habían indicado que, al llegar al
cementerio, tomara el camino de la derecha, la antigua carretera, y así
podría acercarme a Pavías caminando por entre bancales. Lo hice. Fue una
excursión preciosa: las verdes hojas de los árboles contrastaban contra
un cielo cada vez más amenazante, más gris. Al alcance de la mano tenía
toda la belleza de la Sierra de Espadán, que es mucha. Ensanchaba el
corazón ver tanto árbol, tanta vegetación intacta. Y me llamó la
atención la cantidad de viejos somieres que habían utilizado los
labradores para cerrar los sembrados de sus bancales.
—Aquí no se desaprovecha nada —me dijeron poco después en el bar del pueblo.
No
pude ver el museo aquel día. Ni la iglesia, ni nada. Pero me dieron un
pequeño folleto con un número de teléfono y la dirección electrónica de
la asociación cultural. Lo guardé en la mochila y lo olvidé. Y sin
encomendarme a Dios ni al diablo, fui otro día, soleado, con la
intención de visitar el museo. Me lo enseñaron por deferencia. Y me
volvieron a recordar que llamara para concertar la visita. A la tercera
hice caso. Y a la tercera pude ver el museo, la iglesia y el viejo horno
moruno del pueblo. Y el archivo. Todo. Todo menos el poblado íbero y
las trincheras de la guerra civil. Otro día.
En
el pequeño museo abundan los aperos de labranza, los arados, las
yuntas, molinos de aceite y de vino. Restos de la desgraciada guerra
civil en una vitrina. Cerámica en otra, no se sabe si musulmana, íbera o
celtíbera. Dos enormes estalagmitas, en el suelo, con una curiosa
historia: se las llevaron de la cueva para hacer dos estatuas. El
ayuntamiento dio su visto bueno; pero si dichas estatuas no habían
cobrado vida al cabo de tres años, las estalagmitas serían devueltas a
Pavías. Y allí están, tan intactas como el primer día que se las
llevaron los escultores que no las esculpieron. Y más. Hay más. Mucho
más.
Valió la pena la caminata bajo la lluvia desde Higueras, los
tres intentos de visitar el museo, y hacer caso a la mujer que iba con
mi compañero de trabajo. No recuerdo el nombre de la chica.
La
iglesia de Pavías es grande. Barroca. Con sus paredes encaladas por el
brote del cólera que hubo en el siglo XVIII. Se está restaurando poco a
poco, y van apareciendo pinturas y cenefas de los años en los que se
construyó. Y cosa curiosísima, y de innegable carácter didáctico: hay
una maqueta, desmontable, con la cual la guía va explicando la
construcción de la iglesia. Otra cosa no menos curiosa: en un lateral de
la iglesia, en la calle, hay una cerámica que representa a san
Francisco de Asís. Con los brazos caídos, los estigmas en las manos, en
medio de un campo, con flores blancas. Al fondo, la sierra.
Y por
fin, nos esperaba el archivo. Pavías ha sido un pueblo con el que la
fortuna ha sido muy bondadosa: alguien, o en los albores de la guerra
civil, o poco después, temió por toda la documentación guardada en el
ayuntamiento. Conocía, sin duda, de lo que es capaz cualquier horda.
Escondió, pues, cuanto documento encontró. No hace muchos años, con
motivo de una restauración, al derribar una pared, comenzaron a aparecer
documentos y más documentos. Hoy en día ocupan varias estanterías de
una pequeña habitación del ayuntamiento de Pavías. Algunos documentos se
han escaneado, y otros los está escaneando y archivando la archivera,
con una paciencia infinita. Hay documentos, manuscritos, del siglo XVII,
en latín, catalán y castellano. Es una pequeña ventana abierta a
nuestro pasado más inmediato. Y, como siempre, resulta reconfortante
leer viejos documentos, enterarse de una pequeña anécdota, de una
citación, u oír un leve suspiro o un latido de nuestros antepasados.
Allí están.
Salir del archivo y enfrentarse a la claridad de un
día primaveral, en el corazón de la Sierra de Espadán, fue otra
maravilla. También lo fue recorrer las calles del pueblo y saludar a los
vecinos, que me saludaban a su vez como si me conocieran de toda la
vida. Antes de emprender el regreso se dio, por parte de la guía y
archivera, y de otra persona, la amable invitación para volver otro día.
Podría ver, entonces, más cosas interesantes: las trincheras, las
cuevas, los paisajes. Y seguiría disfrutando de la compañía de aquellas
amables personas, que aman a su pueblo y odian las aglomeraciones.
¿Comodidades? Las necesarias para vivir. Pero sin olvidar el archivo, la
iglesia, el museo y las personas que se han ido quedando solas.
Vicente Adelantado Soriano es investigador y Doctor en filología española, y ejerce como profesor de
secundaria en Valencia. Textos suyos han sido publicados en Liceus, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Long Island al Día, Todas las Artes Argentina e Isidora. También tiene escritas varias novelas y muchos cuentos. Actualmente se está preparando una edición de su novela Los amores imposibles de Agustín Martínez. Intervino en la redacción del libro Història de la literatura de Valencia,
escrito por el doctor Josep Lluís Sirera. Participó en el Simposium de
Teatro Medieval de Elche (2004). Está dedicado a la enseñanza del latín y
a la lectura de las obras clásicas.
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