El Ayuntamiento y la familia esperan recuperar sus restos del Cementerio de Castellón, para que descansen en el de su pueblo natal, por el que tantas cosas hizo en apenas los dos años que gobernó
El
Ayuntamiento de Altura lleva trabajando varios meses para que, a la mayor
brevedad, los restos del exalcalde de la localidad, Ignacio Marín, puedan
reposar en el Cementerio Municipal de Altura junto al resto de vecinos del
pueblo, ya que hasta ahora se encuentran en una fosa común del Cementerio de
Castelló de la Plana.
Ignacio Marín |
Tras
alcanzar un acuerdo con sus familiares para comenzar los trámites, se ha
conseguido la colaboración del Ayuntamiento de Castellón, la Diputación
Provincial, la Consellería, y Asociación Arqueoantro, la cual dirigirá las
labores de exhumación ya que se dedican a ello habitualmente. Así mismo,
también se cuenta con la inestimable colaboración del Grup per la Recerca de la
Memoria Histórica.
En
todo momento se ha contado con la familia para llevar a cabo todos los trámites
necesarios, con el fin de que puedan enterrar a su familiar donde le
corresponde estar, en el cementerio de su pueblo, el cual gobernó durante una
época muy complicada.
Del
mismo modo, hacia final de año se organizarán unas jornadas que pongan en valor
el patrimonio alturano relacionado con la guerra civil, las cuales servirán
como homenaje al exalcalde de la Villa de Altura, a la par que se generarán
sinergias didácticas sobre su figura y la actuación que el mismo llevó a cabo
en pro del beneficio de los alturanos.
Ignacio Marín Blasco († 13 de abril de 1940) fue alcalde del municipio,de la Villa de Altura desde marzo de 1937 hasta septiembre de 1938, así como Consejero de la Organización Sindical CNT. Fue represaliado por el franquismo, siendo fusilado el 13 de abril de 1940 en Castelló de la Plana, cuando contaba con 39 años, y de oficio labrador.
La
figura de Ignacio Marín fue muy importante para la localidad, ya que asumió el
mando del pueblo durante una época muy convulsa como fue la guerra civil,
consiguiendo grandes avances para Altura, como fue la reforma de la galería del
Berro, manantial que da vida a los alturanos, o su intento de proteger de
conflictos a todos los habitantes de la localidad durante una época tan
complicada, intentando llevar a cabo la utopía de crear una localidad en paz
dentro de una guerra.
Sobre el momento de su captura y cómo se lo llevaron del pueblo, el polifacético Jose Manuel López Blay le dedicó un capítulo de su libro "Diccionario de la Resistencia profusamente ilustrado" bajo el título "Los Tigres, las Hienas y la Desesperada", basado en diferentes fuentes orales que el autor ha podido rescatar, de lo que ocurrió en aquellos primeros días del proceso revolucionario, donde la República estaba en estado de descomposición, y en la que diversas bandas formadas por miembros de partidos republicanos, decidieron organizarse y vengar la traición sufrida por los milicianos de la Columna Casas Sala por la Guardia Civil en la Puebla de Valverde (Teruel)
Estas bandas se aprovecharon del momento de vacío de poder para cometer atropellos y delinquir en la retaguardia, creando una falsa imagen de lo que era la revolución. Aunque es cierto que la mayoría de sus miembros fueron republicanos, también en un primer momento recibieron cierto apoyo o un "dejar hacer" por parte de los cenetistas locales, que posteriormente sí respondieron adecuadamente para pararles los pies, bajo la influencia de la Columna de Hierro. Estas bandas en ningún momento representaron los ideales de los defensores de la revolución social.
Milicianas. Imagen de archivo. |
Llegaron sobre el mediodía, a finales de septiembre, en dos coches incautados. Un grupo de unos cinco hombres y tres mujeres. Tres milicianas guapas, con gorro cuartelero y pañuelo rojo al cuello. Y un mono proletario con el nombre de su agrupación en la espalda. Los Tigres, Las Hienas y La Desesperada.
Vuelvo a verlas ahora con los ojos de entonces. De una niña de doce años. Y las veo marciales, altivas, hermosas como vestales, detrás de cuatro pistoleros del Comité. Y tengo miedo. Un miedo frío y metálico, porque son los mismos hombres que la semana pasada vinieron a buscar a mi padre en mitad de la noche, aporreando la puerta con la culata de sus fusiles.
A mi madre apenas le dio tiempo a echarse una toquilla sobre los hombros. «Dolores, ¿dónde está José?». Y recuerdo a mi madre llorando, desmadejada por tanta desgracia. «No lo sé, hace noches que no duerme en casa». Y uno de ellos, el Chato Garganchón, revolvió todos los cajones y rompió una estampa de la Virgen de los Desamparados que mi madre tenía en su alcoba. «Anda, sube y tápate más, Dolores, que vas a coger un tabardillo. Y no llores. Nosotros sólo buscamos las libretas de los usureros», dijo el que llevaba la voz cantante, un empleado de Correos afiliado a la CNT. Al final los encontraron en un cajón del buró. «Esta noche van a cobrar la Mangotas y el Vilache. Bien que van a cobrar ». Y se fueron y se olvidaron de mi padre, que había saltado por los tejados hasta un corral de la calle Larga.
Prendieron una gran fogata en mitad de la plaza de la Primicia y allí ardieron todos los papeles del archivo y los pagarés y una imagen de la Virgen que encontraron enterrada en la bodega de la casa de Pedro Onzino. Pero ahora aquellos pistoleros vuelven a mi memoria. Es una mañana luminosa de septiembre y las milicianas van detrás de ellos, con la alegría de sentirse elegidas para una misión sublime. Han salido de la casa de don Ricardo Alcalá, una casona antigua que ha requisado el Comité en la calle Mayor. Caminan con paso firme.
Desde que apareció por el pueblo La Desesperada — ¿o eran Los Tigres de la Desesperada o los Tigres de la Muerte? Ya no recuerdo bien—, pero desde que aparecieron aquellas milicianas la vida fue un tiberio. Fue como si aquellas guapas muchachas les hubieran chupado la sangre a unos hombres que querían cambiar el mundo y no eran capaces ni de cambiarse de calzoncillos para no oler como marranos.
Una noche mutilaron al San Antón que estaba en la hornacina de las Cuatro Esquinas y le cortaron las alas al San Gabriel de la parroquial. Otra mataron al padre del cura Sospedra porque no encontraron a su hijo. «Se le ha acabado a ese curita gastar el púlpito para echar pestes de nuestra revolución », le oigo decir a Garcerán, cuando pasan delante de mi casa. Una babilonia.
En aquel primer invierno de guerra se hicieron muchas barrabasadas. Luego, la cosa se atemperó. Joaquín Suesta se hizo cargo del Consejo Municipal y las aguas se remansaron un poco; pero los primeros tiempos fueron un sinvivir. Mi tía Casilda y Joaquín Suesta habían sido novios cuando eran apenas unos críos, pero luego él comenzó a despuntar en los mítines de los anarquistas y mi abuelo, que era hombre de Navarro Reverter, le prohibió que se le acercara. Y él era poco acostumbrado a repetir las cosas. Ahí acabó todo. Mi tía y Joaquín no volvieron a verse hasta el maldito día que a él le dieron un paseíllo vergonzoso por todo el pueblo, atado como un ecce homo y arrastrado por un falangista que nos iba arengando a los guabros para que le gritáramos asesino, asesino. No estuvo bien aquel calvario. No fue cosa cristiana lo que le hicieron a Joaquín Suesta. Mi padre intentó interceder por él, pero no le valió la caridad. Era mucho el odio que se había rebalsado en esos tres años de infierno. Tuvo que pagar por atropellos cometidos por otros. A mí me dice el corazón que él no llevaba manchadas las manos con huellas de crímenes. Pero era la cabeza visible y le tocó apechugar con los desmanes cometidos en nombre del Comité.
Nunca he visto a un hombre con una mirada más digna como la suya cuando pasó delante de nuestra puerta. Llevaba una chaqueta azul y miraba a los ojos de quienes habíamos salido a la calle a verlo por última vez. Recuerdo que se quedó mirando a mi tía por un instante y creo que vi lágrimas en los ojos de los dos. Lo fusilaron en Castellón en abril del cuarenta y lo tiraron a una fosa común como si fuera un perro. Luego la sellaron con cal viva. Treinta y nueve años tenía. Nadie se merece acabar como acabó Joaquín Suesta, y menos él, que tanto había hecho por su pueblo. Al menos, eso decía mi padre cuando estaba seguro de que nadie podía oírlo.
Vuelvo a verlas ahora con los ojos de entonces. De una niña de doce años. Y las veo marciales, altivas, hermosas como vestales, detrás de cuatro pistoleros del Comité. Y tengo miedo. Un miedo frío y metálico, porque son los mismos hombres que la semana pasada vinieron a buscar a mi padre en mitad de la noche, aporreando la puerta con la culata de sus fusiles.
A mi madre apenas le dio tiempo a echarse una toquilla sobre los hombros. «Dolores, ¿dónde está José?». Y recuerdo a mi madre llorando, desmadejada por tanta desgracia. «No lo sé, hace noches que no duerme en casa». Y uno de ellos, el Chato Garganchón, revolvió todos los cajones y rompió una estampa de la Virgen de los Desamparados que mi madre tenía en su alcoba. «Anda, sube y tápate más, Dolores, que vas a coger un tabardillo. Y no llores. Nosotros sólo buscamos las libretas de los usureros», dijo el que llevaba la voz cantante, un empleado de Correos afiliado a la CNT. Al final los encontraron en un cajón del buró. «Esta noche van a cobrar la Mangotas y el Vilache. Bien que van a cobrar ». Y se fueron y se olvidaron de mi padre, que había saltado por los tejados hasta un corral de la calle Larga.
Prendieron una gran fogata en mitad de la plaza de la Primicia y allí ardieron todos los papeles del archivo y los pagarés y una imagen de la Virgen que encontraron enterrada en la bodega de la casa de Pedro Onzino. Pero ahora aquellos pistoleros vuelven a mi memoria. Es una mañana luminosa de septiembre y las milicianas van detrás de ellos, con la alegría de sentirse elegidas para una misión sublime. Han salido de la casa de don Ricardo Alcalá, una casona antigua que ha requisado el Comité en la calle Mayor. Caminan con paso firme.
Desde que apareció por el pueblo La Desesperada — ¿o eran Los Tigres de la Desesperada o los Tigres de la Muerte? Ya no recuerdo bien—, pero desde que aparecieron aquellas milicianas la vida fue un tiberio. Fue como si aquellas guapas muchachas les hubieran chupado la sangre a unos hombres que querían cambiar el mundo y no eran capaces ni de cambiarse de calzoncillos para no oler como marranos.
Una noche mutilaron al San Antón que estaba en la hornacina de las Cuatro Esquinas y le cortaron las alas al San Gabriel de la parroquial. Otra mataron al padre del cura Sospedra porque no encontraron a su hijo. «Se le ha acabado a ese curita gastar el púlpito para echar pestes de nuestra revolución », le oigo decir a Garcerán, cuando pasan delante de mi casa. Una babilonia.
En aquel primer invierno de guerra se hicieron muchas barrabasadas. Luego, la cosa se atemperó. Joaquín Suesta se hizo cargo del Consejo Municipal y las aguas se remansaron un poco; pero los primeros tiempos fueron un sinvivir. Mi tía Casilda y Joaquín Suesta habían sido novios cuando eran apenas unos críos, pero luego él comenzó a despuntar en los mítines de los anarquistas y mi abuelo, que era hombre de Navarro Reverter, le prohibió que se le acercara. Y él era poco acostumbrado a repetir las cosas. Ahí acabó todo. Mi tía y Joaquín no volvieron a verse hasta el maldito día que a él le dieron un paseíllo vergonzoso por todo el pueblo, atado como un ecce homo y arrastrado por un falangista que nos iba arengando a los guabros para que le gritáramos asesino, asesino. No estuvo bien aquel calvario. No fue cosa cristiana lo que le hicieron a Joaquín Suesta. Mi padre intentó interceder por él, pero no le valió la caridad. Era mucho el odio que se había rebalsado en esos tres años de infierno. Tuvo que pagar por atropellos cometidos por otros. A mí me dice el corazón que él no llevaba manchadas las manos con huellas de crímenes. Pero era la cabeza visible y le tocó apechugar con los desmanes cometidos en nombre del Comité.
Nunca he visto a un hombre con una mirada más digna como la suya cuando pasó delante de nuestra puerta. Llevaba una chaqueta azul y miraba a los ojos de quienes habíamos salido a la calle a verlo por última vez. Recuerdo que se quedó mirando a mi tía por un instante y creo que vi lágrimas en los ojos de los dos. Lo fusilaron en Castellón en abril del cuarenta y lo tiraron a una fosa común como si fuera un perro. Luego la sellaron con cal viva. Treinta y nueve años tenía. Nadie se merece acabar como acabó Joaquín Suesta, y menos él, que tanto había hecho por su pueblo. Al menos, eso decía mi padre cuando estaba seguro de que nadie podía oírlo.
¡Malditas guerras, malditos los que las empiezan y luego no saben cómo acabarlas! ¡Cuánta desgracia ! ¡Ay…!
Fuentes: Ayto de Altura / El Eco del Palancia / Wikipedia
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