Ahora que la vida monástica está en franco retroceso, particularmente la que caracteriza desde finales del s. XI la Cartuja, la Generalitat, por medio de su área de cultura, presenta una muestra sobre esta singular orden religiosa en el Museo de Bellas Artes de València.
Nunca es tarde, verdaderamente, si lo que se propone a la sociedad valenciana es probar y deleitarse de una pequeña parte de lo que suponen ocho siglos de presencia de los monjes blancos entre nosotros. A la postre, 728 años (con sus obligadas intermitencias históricas) de intensa espiritualidad, cultura y arte atesorados por sus monjes que nos han transmitido una férrea voluntad por acercarse a Dios desde el anonimato y el retiro más estrictas.
El hecho que estos religiosos dedican, todavía a estas alturas, su vida a rogar por el resto de congéneres, todo y renunciando a llevar una existencia -digamos- social, hace que sus costumbres hayan variado poca cosa de las que llevaron sus predecesores a lo largo del tiempo. Su cotidianidad, desarrollada en el interior de sus aislados cenobios en soledad y vida comunitaria, es prueba fehaciente que el reloj vital que nos mueve al resto se paró por siempre jamás en ellos desde que arraigaron en nuestra tierra.
Su pureza descansa en una regla que a penas ha sido modificada. De hecho, los primeros conventuales no tuvieron ninguna escrita hasta años después, tras fundarse la primera casa en Saint-Pierre-de-Chartreuse, cerca de Grenoble (conocida en adelante como la Grande Chartreuse).
En el reino de València se contabilizaron a lo largo de los años cinco cartujas, algunas de ellas efímeras, además de otros intentos frustrados a última hora, es decir: Portaceli (1272), Valldecrist (1385), la Annunciata (1442), Aracristi (1585) y Viaceli (1640). La primera por voluntad del obispo Albalat tomó cuerpo en Serra, la segunda impulsada por Martín I el Humano y su mujer Maria de Luna lo hizo en Altura, la tercera se debió a la decisión del comerciante Jaume Perfeta a Marxalenes (Valencia), la cuarta tuvo como fundadora a la noble Elena Roig y arraigó en El Puig, mientras que la última cuajó en Orihuela a raiz de la donación de Tomàs Pedrós.
Entre sus ilustres habitantes, muchos de ellos de un prestigio académico, social, político y espiritual bien patente incluso internacionalmente, quizás cabría destacar sobremanera el valenciano Bonifacio Ferrer (primer general valenciano y español en dirigir la Orden, escindida por el Cisma de Occidente), el turolense Francisco Aranda (consejero de Juan I y Martín el Humano), ambos delegados del reino de Valencia para participar en el trascendental Compromiso de Caspe, o el saguntino Francisco Maresme (segundo general valenciano y español de la Orden nuevamente unificada).
Desgraciadamente, a pesar de que los cartujos enriquecieron su legado en tierras valencianas con el asentamiento de monjas al monasterio cisterciense de Benifassà hace unas décadas, su huella corre el riesgo de difuminarse por siempre jamás debido a la dureza de sus costumbres y la mengua creciente de vocaciones. Circunstancia que debe ponernos alerta y evitar, en la medida de lo posible claro está, que el incalculable tesoro que han hecho gala en transmitirnos pueda perderse. Un objetivo que va más allá de su propósito espiritual (pese a que no se entiende sin esta finalidad, obviamente) y que -conjuntamente- es prueba fehaciente de su compromiso con la tierra que los ha acogido secularmente hasta hoy.
Entre los retos que la Generalitat ha de lograr indefectiblemente están, a título de ejemplo, la esmerada restauración de las cartujas de Altura y de El Puig y el mantenimiento de la de Serra, la decana de estas fundaciones autóctonas, así como potenciar su estudio, uso cultural y divulgación. Afortunadamente, los especialistas valencianos en la materia son reconocidos internacionalmente y tienen mucho que decir en este asunto.
Firman también este artículo Josep-Marí Gómez Lozano, Francisco Fuster Sierra y Josep-Vicent Ferre Domínguez. Y yo también.
Nunca es tarde, verdaderamente, si lo que se propone a la sociedad valenciana es probar y deleitarse de una pequeña parte de lo que suponen ocho siglos de presencia de los monjes blancos entre nosotros. A la postre, 728 años (con sus obligadas intermitencias históricas) de intensa espiritualidad, cultura y arte atesorados por sus monjes que nos han transmitido una férrea voluntad por acercarse a Dios desde el anonimato y el retiro más estrictas.
El hecho que estos religiosos dedican, todavía a estas alturas, su vida a rogar por el resto de congéneres, todo y renunciando a llevar una existencia -digamos- social, hace que sus costumbres hayan variado poca cosa de las que llevaron sus predecesores a lo largo del tiempo. Su cotidianidad, desarrollada en el interior de sus aislados cenobios en soledad y vida comunitaria, es prueba fehaciente que el reloj vital que nos mueve al resto se paró por siempre jamás en ellos desde que arraigaron en nuestra tierra.
Su pureza descansa en una regla que a penas ha sido modificada. De hecho, los primeros conventuales no tuvieron ninguna escrita hasta años después, tras fundarse la primera casa en Saint-Pierre-de-Chartreuse, cerca de Grenoble (conocida en adelante como la Grande Chartreuse).
En el reino de València se contabilizaron a lo largo de los años cinco cartujas, algunas de ellas efímeras, además de otros intentos frustrados a última hora, es decir: Portaceli (1272), Valldecrist (1385), la Annunciata (1442), Aracristi (1585) y Viaceli (1640). La primera por voluntad del obispo Albalat tomó cuerpo en Serra, la segunda impulsada por Martín I el Humano y su mujer Maria de Luna lo hizo en Altura, la tercera se debió a la decisión del comerciante Jaume Perfeta a Marxalenes (Valencia), la cuarta tuvo como fundadora a la noble Elena Roig y arraigó en El Puig, mientras que la última cuajó en Orihuela a raiz de la donación de Tomàs Pedrós.
Entre sus ilustres habitantes, muchos de ellos de un prestigio académico, social, político y espiritual bien patente incluso internacionalmente, quizás cabría destacar sobremanera el valenciano Bonifacio Ferrer (primer general valenciano y español en dirigir la Orden, escindida por el Cisma de Occidente), el turolense Francisco Aranda (consejero de Juan I y Martín el Humano), ambos delegados del reino de Valencia para participar en el trascendental Compromiso de Caspe, o el saguntino Francisco Maresme (segundo general valenciano y español de la Orden nuevamente unificada).
Desgraciadamente, a pesar de que los cartujos enriquecieron su legado en tierras valencianas con el asentamiento de monjas al monasterio cisterciense de Benifassà hace unas décadas, su huella corre el riesgo de difuminarse por siempre jamás debido a la dureza de sus costumbres y la mengua creciente de vocaciones. Circunstancia que debe ponernos alerta y evitar, en la medida de lo posible claro está, que el incalculable tesoro que han hecho gala en transmitirnos pueda perderse. Un objetivo que va más allá de su propósito espiritual (pese a que no se entiende sin esta finalidad, obviamente) y que -conjuntamente- es prueba fehaciente de su compromiso con la tierra que los ha acogido secularmente hasta hoy.
Entre los retos que la Generalitat ha de lograr indefectiblemente están, a título de ejemplo, la esmerada restauración de las cartujas de Altura y de El Puig y el mantenimiento de la de Serra, la decana de estas fundaciones autóctonas, así como potenciar su estudio, uso cultural y divulgación. Afortunadamente, los especialistas valencianos en la materia son reconocidos internacionalmente y tienen mucho que decir en este asunto.
Firman también este artículo Josep-Marí Gómez Lozano, Francisco Fuster Sierra y Josep-Vicent Ferre Domínguez. Y yo también.
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