Teniendo en cuenta que hasta bien entrado el siglo XX la mayor parte de la población mundial era analfabeta, el hecho de transmitir aquellos acontecimientos -sucedidos más o menos localmente-, de forma oral hacía que estos se fueron pasando sin solución de continuidad de una generación a otra, con las distorsiones propias del boca a boca.
Esa particular (pre)historia que se alargó mucho más allá de los límites preestablecidos por la historiografía moderna y que llegó a nuestros más próximos antepasados (¿quién de los lectores de estas letras no debe tener algún predecesor que haya sufrido sus implacables rigores?) nos lleva a considerar que sólo unas élites son las que, en el extremo inferior, han dirigido los destinos de un pueblo llano -permitidme la licencia- que ya hacía lo suficiente de echar adelante por sobrevivir y, con frecuencia, comulgar con ruedas de molino.
Es cierto que lo que hasta ahora he referido no ha de extrañar a aquellos que, además de leer y o/escribir, (re)piensan los textos y los digieren o no atendiendo su particular personalidad. Aun así, ¿cuántos todavía confían sólo de las experiencias vitales de los que los rodean y se tragan (o no) todo aquello que gira a su alrededor? No pocos, sin duda. Y es que en tantas actitudes hemos adelantado tan poca cosa...
Con este estado (discutible o no) de la cuestión nos interesa recalcar algunos de aquellos hechos o vicisitudes que, al menos desde el antiguo Egipto, vienen a poner de actualidad la transmisión de la memoria escrita y, naturalmente, su destrucción o malversación interesada. Ninguna de las etapas históricas que el hombre ha ido completando por salir del anonimato se ha librado de esta clase de damnatio memoriae, circunstancia que obliga los profesionales de la historia, libres de cargas ideológicas y nutridos de objetividad, a hilar delgado y volverle su verdadera dimensión, sea qué sea. Misión casi imposible, seguramente...
En nuestros días, grandes políticos de la antigüedad (travestidos de héroes) pasan por ser todavía espejos dónde mirarse cuando es más que sabido que la ambición y el egocentrismo de qué hacían gala los llevó a convertirse, por ejemplo, en crueles tiranos y grandes genocidas. Situación que demasiado a menudo se ha repetido durante siglos y que ha logrado cuotas alarmantes de injusticia y terror a medida que nos adentramos en la pasada centuria.
Nombres, amparados en grupos, naciones o estados, no faltan desgraciadamente... pero la sangría continúa. Actualmente, el analfabetismo casi se ha erradicado de numerosos lugares del planeta -aunque insuficientemente, dado que se concentra vergonzosamente al Tercero Mundo-, los medios de comunicación influyen diariamente en millones de personas y la capacidad crítica acontece cada vez más una entelequia que no un mecanismo imprescindible para aspirar a ser libres y, en la medida del que es posible, iguales en derechos. El mundo va a varias velocidades que son irreconciliables y el ser humano no tiene el mismo valor en un lugar que en otro.
En este cruce de realidades insondables nos movemos a estas alturas: entre un mundo globalizado económicamente que aspira a perpetuarse gracias a una sociedad idiotizada en el bienestar a crédito y otro, conscientemente anclado en la oscuridad, que malvive de la limosna necia del capitalismo depredador. Unos participan esclavizados de la era de la tecnología sin darse cuenta del disparate; otros no tienen más remedio que formar parte de esta damnatio memoriae aplicada a aquello que causa asco o lástima y hace falta olvidar.
Precisamente se cumplen ahora treinta y un años que la Carta Magna fue aprobada por el pueblo español, más de tres décadas que decidimos pasar página y, con una nueva, empezar otro capítulo en nuestras vidas. Muchos quedaron por el camino: entusiastas, detractores, escépticos... Unos lo pagaron con lágrimas, exilio y sangre; otras con racionamiento, miseria y dolor sepulto.
Nació un nuevo modelo de estado y, con él, las autonomías (históricas o no), aun así la inercia del poder y la lógica continuidad generacional impulsaron y, a la vez, lastaron el inicio y desarrollo de este nuevo periodo en nuestras vidas. Vivimos con esperanza la apertura a un continente al que nunca habíamos dejado de pertenecer y nos incorporamos plenamente a un contexto internacional tan complejo como atractivo.
Aun así, también experimentamos como el progreso no siempre va cogido de la mano con la justicia, particularmente en un asunto tan primordial como lo es el derecho al trabajo. La nómina de desempleados se fue incrementando hasta sobrepasar el millón de grabados en las listas del INEM, pero ahí no quedó la cosa.
Los que sufrieron entonces de un derecho tan primordial fueron creciendo en paralelo a como lo hacían los polígonos industriales. A más industria, más paro. Una ecuación difícil de resolver en un país en que las estructuras productivas (si se quiere, empresariales), lejos de lograr un papel que consolidara paulatinamente un modelo moderno de sociedad, continuaron en manos de estructuras familiares, gestores con nula formación y visión de futuro y oportunistas sin escrúpulos.
La incorporación al euro ha sido un hito más en el camino que no ha servido para adecuar esta dura realidad a la soñada equiparación con nuestros vecinos comunitarios. Los salarios continúan siendo bajos, la vida se ha encarecido y los cálculos por tal de llegar a final de mes no salen por más que queramos.
La última década ha ido agravando la situación. A pesar de qué unos pocos se llenaban los bolsillos aprovechándose de la construcción (especuladores y financieros, principalmente), la gran mayoría empeñaba su vida y la de sus descendentes confiando que el trabajo nunca los abandonaría.
La realidad es, sin embargo, que a día de hoy la que es y aquellas cifras de las que hace poco hablaba se han disparado y cuadruplicado, como es bien sabido. No hay un tejido empresarial verdaderamente sólido, ni emprendedores que apuestan por la calificación profesional y el trabajo hecho a conciencia, ni sindicatos que hagan como es debido su papel, ni partidos políticos que favorezcan modelos viables de desarrollo, empezando por la educación.
Este es el panorama, no sé si alarmista o verdaderamente calamitoso, porque estamos delante de una carga de profundidad de consecuencias difícilmente mensurables y tangibles a estas alturas. Del consumo hemos pasado al consumismo, de la bonanza a la calamidad, del estado del bienestar al del malestar... del trabajo al paro.
No es fácil digerir estar privado de ser útil y poder demostrarlo, menos todavía depender del subsidio, por no hablar de que este ya se haya acabado o esté a punto de hacerlo. Pero debemos aprovecharnos, todos juntos, de una Constitución que a todos no llega, de unos derechos y deberes que no son, de un espíritu que desapareció quizás en el momento en qué fue parida por los padres de la criatura, de unos políticos que no nos merecemos y que parecen vivir en otra realidad virtual que nos es ajena.
Yo he sido parado algunas fases de mi trayectoria profesional y he experimentado en carne propia la congoja que provoca sentirse un zombi, así como la crueldad de creerse inútil y desguazado teniendo mucho que aportar. Una cruz, todo sea dicho de paso.
Mucho de ánimo, pues, a pesar de que esto no trae el pan nuestro de cada día a casa al desempleado, paciencia y, sobre todo, perseverancia. No hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista.