sábado, 6 de septiembre de 2014

LA PASIÓN DEL EDITOR

Jaume Vallcorba (Tarragona, 1949), creador de Acantilado y Quaderns Crema, falleció el pasado 23 de agosto en Barcelona, a los 64 años. Esta es la conferencia que pronunció el pasado 1 de julio en la Universidad Pompeu Fabra. 

Artículo publicado en El País, en la sección Babelia, el 29 de agosto de 2014.

Jaume Vallcorba, en 2004. Foto:Marcel.li Sàenz
Si he aceptado el peligroso honor de darles esta conferencia (porque, en el fondo, es esto, y no una clase), se debe a que, (además de pasar un rato agradable con ustedes), después de más de treinta años de experiencia y con algún centenar de títulos en mi haber como editor, no sólo siento un intenso amor por los libros, sino que aún hoy me siguen estimulando. 

Este amor a los libros me ha acompañado a lo largo de toda mi vida, desde que leía en la cama, a escondidas de mi madre y en época muy temprana, La Isla del Tesoro, El Mercader de Venecia, o Cuore, de Edmundo de Amicis. Y, aunque nunca creí estrictamente en la verdad literal de las historias que allí se contaban, azucé momentos de angustia escuchando sin aliento cómo la pata de palo del Capitán John Silver golpeaba el parquet de mi casa en el silencio de la noche. Y me emocionaba con la valentía y el coraje de Marco en su viaje en solitario a Sudamérica. Y descubría que los puros de alga del Capitán Nemo tenían tanta nicotina como los de la Habana. De hecho, me acuerdo aún de ellos cuando enciendo uno de mis puros a día de hoy, preguntándome cómo serían aquéllos. 

He aprendido mucho de los libros, ciertamente, pero, no los estimo por lo que he aprendido, que es muchísimo, sino por encima de todo por cómo me han acompañado a lo largo de los años, configurándome y, quisiera pensar, que afinándome. La biblioteca en la que ahora mismo escribo el texto que les estoy leyendo contiene algunos libros que ya estaban allí cuando tenía once años, en ediciones algo manoseadas, y otros que llenaron tardes de verano de hace treinta años. Se ven enriquecidos por algunas manchas de café, de vino, o de ceniza de tabaco. Me gustan estas manchas, como me gusta encontrar una carta de un amigo de hace tiempo o un recuerdo feliz. También contienen algunas notas a lápiz, siempre a lápiz, en las que manifiesto estupor, o entusiasmo, rechazo o aplauso o fervor por lo que acabo de leer. 

Me reencuentro y dialogo conmigo cuando tenía muchos menos años, con resultado irregular. A fuerza de recorrerlos, algunos de los poemas que contienen han quedado grabados en mi memoria sin haberlo pretendido, y aparecen de manera gozosa cuando menos se les espera. Se han adherido a mí como se adhiere el sol a la piel, cambiando su tonalidad. La diferencia con el tinte de la piel es que esta tonalidad no desaparece con los fríos del invierno. Al contrario: los atempera y los conjura. Como la música, son capaces de envolver un estado de confort que sería difícil conseguir sin su concurso.

Editar (y empecé muy joven, en el colegio, con una revista en ciclostil, y años después continué en una colección con vagos tintes de vanguardia que organicé a los veinte años y de la que es mejor no acordarse), ha sido para mí, desde el principio, proponer a unos amigos que no conocía una lectura que pensaba que les podía gustar, estimular y enriquecer. 

Estoy convencido de que un libro es capaz de modificar a su lector por el simple hecho de haberlo leído; que puede cambiar, en el lector, algo importante, de manera que se podría decir que no es la misma persona antes que después de haberlo leído. Porque leer es dialogar, es "escuchar con los ojos a los muertos y tener conversación con los difuntos", como decía Quevedo siguiendo un viejo y noble lugar común. Con pocos libros se puede tener al alcance el pensamiento humano, y del diálogo con él deriva, es sabido, cualquier conocimiento y cualquier construcción de una personalidad, ya sea individual o social. Por esto creo que editar es un trabajo que conlleva una cierta responsabilidad.

Entiendo la edición como un oficio en el que confluyen el trabajo intelectual y artesanal, en la fabricación del libro, así como un cierto tino empresarial en su publicitación, distribución y venta. Los dos aspectos, lo he dicho ya muchas veces, me parecen sustantivos e igual de importantes en este oficio. Un libro sin ningún atractivo, aún con muchas ventas, se verá fuera del ámbito personal de interés y actuación de un editor tal como yo lo concibo, y lo mismo le sucederá a un libro sustantivo sin visibilidad, puesto que sin visibilidad no hay existencia. Calidad y visibilidad son fundamentales en la edición. Edere significa "sacar hacia fuera", "dar luz", y éste, de dare, de "dar".

Y con esto entramos en un punto fundamental del oficio. Hacer visible un libro no significa solamente imprimirlo, convertirlo en un número indeterminado de pliegos y darlo al comercio en la esperanza, incluso perfectamente legítima, de obtener algún rendimiento. El mejor de los libros puede hacerse invisible a sus hipotéticos lectores sin el trabajo fundamental que sobre él debe ejercer su editor. Cada día aparece un número indeterminado de libros nuevos, algunos de ellos verdaderamente valiosos, que son destruidos al cabo de un tiempo por una guillotina implacable. Y muchos otros que aparecen colgados en Internet, como ahorcados mecidos por el viento, sin que nadie les preste gran atención. Lo infinito de Internet, como cualquier otro infinito material sin límites, se asemeja peligrosamente al desierto. A un desierto estéril. Es tarea del editor rescatarlo y darle un marco.

El marco es una parte sustancial del paisaje. Tan sustancial que se diría que sin él no hay paisaje. El marco da forma a lo que, antes de verse arropado por él, era algo inasible por inmenso. El marco dirige nuestra mirada hacia su interior: subraya, acentúa, estructura. Elimina todo lo superfluo y profundiza en lo esencial, dándole relieve y contorno.

Un marco, a pesar de lo que pueda parecer a simple vista, es dinámico. Enfoca y da profundidad de campo. Y, en un catálogo, establece un diálogo fecundo entre todos aquellos libros que lo conforman. Porque los libros dialogan entre sí. El aristócrata Von Moltke, esperando en su celda de la cárcel de Tegel su ejecución en enero de 1945 (una ejecución que sabía de antemano dolorosísima), escribía a su mujer, y, al hacerlo, establecía también un diálogo con el canciller Tomás Moro, que cuatrocientos diez años antes, en 1535, esperaba en la torre de Londres su decapitación cuando escribía, con una inmensa ternura y lucidez, a su hija Margaret, con quien mantuvo un interesantísimo diálogo en que la fortaleza vence a la tribulación. Ni Moltke ni Tomás habían cedido al poder despótico, incluso en la conciencia distinta de que esta intransigencia les iba a costar la vida. Quién sabe si los dos no fueron confortados, en tan duro trance, por Chesterton.

Dar marco, dar forma, es relacionar y propiciar el diálogo. La forma externa del libro es ciertamente muy importante: desde ella nos reconoceremos a primer golpe de vista. Hablaremos también de ella un poco más adelante. Pero imagino que, en su base, lo más importante será el grado de sintonía, la amistad que pueden establecer los libros entre ellos, fruto de esa simpatía espiritual que habrá sabido poner de relieve su editor. Y todo ello es importantísimo para el libro. 

Que me sea permitido poner un ejemplo elemental: Georges Simenon fue para muchos despistados un autor de quiosco y de best seller, hasta que Gallimard lo incluyó en La Pléiade. Con ello, lo ponía a la altura de Proust, Racine y Chrétien de Troyes. Me aceptarán que, como lectores, todos nosotros adoptamos una actitud vital distinta según nos dispongamos a leer un libro de entretenimiento o un clásico. Y es así como, desde La Pléiade (como hoy desde la Penguin Classics o la New York Review of Classics), Simenon ha ido adquiriendo la calidad de enorme escritor que ya casi todo el mundo no indocumentado le reconoce. 

Empecé a publicar a Stefan Zweig en una aventura editorial que duró relativamente poco, Sirmio se llamaba. Pero Zweig no tomó el vuelo que hoy tiene hasta que no se percibió el testimonio fundamental del siglo XX que nos ofrece en El Mundo de Ayer. Sin embargo, para este fin, el lector tenía que encontrarlo en una compañía que lo hiciera evidente. Al lado de la ficción de quiosco, Balzac puede ser leído como un tebeo. Con los libros pasa como con las personas. Y no es lo mismo encontrar a Zweig por la calle en compañía de cualquiera que en la de Joseph Roth, que fue un amigo cercano en vida, o en la de Chateaubriand, con quien dialoga desde la distancia en el mundo del espíritu. Porque, no lo duden, Joseph Roth charla a menudo con Zweig, y también con Chateaubriand y con Aleksander Wat. Y Leopardi lo hace con Lucrecio, que a su vez lo hace con Montaigne. Y lo hacen porque son amigos. No se trata únicamente de que sean clásicos, sino que pertenecen a aquel grupo humano que ha recibido distintos nombres, el más claro de los cuales quizás sea el de la República de las Letras. 

Ser un “clásico” no basta. Había hace años una colección de clásicos que se llamaba “Clásicos olvidados”, y que con mi profesor y amigo Martín de Riquer , llamábamos, divertidos, “clásicos justamente olvidados”. La condición de clásico no redime a un libro, ni siquiera aunque sea un clásico de verdad. Para que un clásico, que finalmente es una forma del espíritu de un hombre, tome presencia activa, necesita de sus amigos, y sentirse a sus anchas en una conversación civilizada: de ella se nutre y en ella se vivifica. La conversación, conversatio, nos lo recordaba el gran Leo Spitzer, es communio, comunión. Es esa conversación la que ayuda a construir un marco y la que da forma a cualquier catálogo editorial.

Una manera de subrayar esta comunión, sin duda, reside en el aspecto que adquiere el objeto en el que el libro toma cuerpo. Es quizás por esto que soy tan poco amigo de las pantallas electrónicas. Y no solamente porque no permiten la mancha de vino o café que recordaba al inicio de esta charla. La forma que toman los libros de una editorial me parece fundamental en su proyecto. Hacer cada libro distinto de los demás, darle un protagonismo material, es tender a lo excéntrico y a lo raro. Es privarlo de estar en una sala en conversación con sus potenciales amigos. De aquel diálogo fructífero, adelante y atrás en el tiempo y viajero en la geografía que configura el mundo del espíritu y que huye de la engolación, la pedantería y la pesadez, que es alado y libre. Si un catálogo puede ofrecerlo, creo que ya ha conseguido lo más importante.

Pero, como decía, este espacio debe hacerse claro para el lector. Y la mejor y más rápida manera de conseguirlo es, como digo, la presentación material y una cierta música de fondo que a todos los distingue. Es un tono general, algo difícil de definir pero perfectamente perceptible para el lector avisado, es la inconfundible presencia de una alma. Será tarea del editor encontrar los libros que simpaticen (uso el término en su acepción antigua), libros que puedan conversar entre ellos sin disonancias y que son los que acabarán configurando su catálogo. 

Trabajar con sus autores en conseguir el máximo de sus posibilidades será otra de las grandes tareas del editor. Hacer sugerencias al autor, ayudarle a mejorar su texto (aquí el editor se desdobla en lector competente), será otro de los modos de cerrar este espacio del que les hablaba. Mejorar, créanme, no significa adaptar el texto a los gustos imperantes, en aras de una mayor popularidad o una mayor venta, sino ayudar a limar las asperezas que lo afean o lo desfiguran. Hacerlo ser más él de lo que era antes de nuestra lectura. Si este trabajo es serio, difícilmente encontraremos oposición por parte del autor. 

Recuerdo con especial afecto las tardes que pasé con Josep Vicenç Foix mostrándole cómo alguno de sus versos debía ser modificado. Les pongo un ejemplo: en su libro Les irreals omegues, compuesto todo él en alejandrinos y endecasílabos, se le había colado incomprensiblemente un octosílabo "no ens deixa veure la llum". De pie, sin solución de continuidad, Foix dio con la solución: el heptasílabo "ens amaga la llum". El sentido es exactamente el mismo, pero la homogeneidad métrica redondeaba, por decirlo así, el conjunto. Mejorar es ayudar a que el texto se "redondee" de acuerdo con la voluntad de su autor. 

Algo así debe hacerse también con las traducciones, aunque en este caso el papel del editor pueda ser mucho mayor: una traducción debe poder leerse como si no lo fuera, como si hubiera sido escrita en la lengua que estamos leyendo. Dicho de otro modo, como si fuera transparente. Lo mismo que el diseño tipográfico. El trabajo del editor debe ser invisible. Me habrán oído decir que creo que un libro debe ser como una pantalla cinematográfica, el la que la acción se desarrolle sin que ésta sea percibida: una errata, una mala traducción, una mala edición, una mala tipografía son manchas en esa pantalla.

Tan sólo en un punto el libro debe hacerse visible: en la librería, en competición abierta con el resto de novedades. Hoy los libros, casi todos, llevan una ilustración en la cubierta. En otros tiempos era muy fácil adivinar por el color de la cartulina, la tipografía y su distribución en la cubierta, que se trataba de un libro de Gallimard. Lo mismo pasó más adelante con los de Einaudi. Algo que también se hacía visible por su composición tipográfica, el uso de los blancos y de los títulos y el resto de elementos de la maqueta. La presentación es una forma de invitación, el color de una sugerencia. Un exceso de presencia entiendo que desvirtúa su papel. Creo que un libro, más que llamar la atención por su estridencia, lo debe hacer por su silencio.

Un editor, en efecto, enmarca, da profundidad, subraya y después calla, escondido tras las páginas. Se convierte en alguien transparente, que desaparece tras el libro que ha ofrecido a su lector. Él y su libro acaban formando una unidad, tal y como lo hacen, por retomar el ejemplo de hace un momento, la pantalla de un cine y la película que en ella se proyecta. Una mancha en la pantalla, un roto, perturban constantemente nuestra visión. Una errata, una mala traducción, son sin duda manchas en esta pantalla, que entorpecen y molestan. Pero también lo son un exceso de ornamentación tipográfica, o una ornamentación barroca. ¡Cuántas veces no nos hemos enfadado con una tipografía ilustrada que nos distraía de la nitidez del verso de Racine! ¡Cuántas veces no eliminaríamos aquellas ligaduras caprichosas entre la ese y la te, en las novelas de Balzac! El editor, en efecto, debe saber callar y no hacerse demasiado visible. A menudo debe hacer lo que en el teatro se llamaba el mutis por el foro. La humildad es fundamental.

Llegados a este punto, habrán advertido que les he venido a hablar de un tipo de libro. De un tipo específico de libro. Lo apuntaba hace un momento, de aquel tipo de los que me han acompañado a lo largo de toda la vida.

Son aquellos libros que hacen nuestro mundo poéticamente habitable (y entiendo por poesía lo que nos acerca a lo nuclear y primigenio, y a algunos auténticos movimientos de la psique que no han podido ser jamás descritos complexivamente en los manuales de psicología), que nos lo describen y nos lo explican, el mundo, digo, colocándonos en el lugar próximo y feliz. Pienso en el libro, en gran medida, que abraza, sin abarcarlo del todo, el mundo entero. Quizás me acuerde en este momento de Dante, quien, después de su fatigoso periplo por el mundo de ultratumba, tras haber sufrido un sinfín de penalidades y haber pasado por terribles peligros, entreve a Dios al final de su periplo y su poema, ya situado en el Paraíso. Dice que ve “encuadernado con amor en un volumen, aquello que en el universo está desencuadernado”, es decir, que ve en forma de libro lo que en el universo son solamente pliegos sueltos. Algo así, por cierto, hace el editor. Me gustaría pensar que lo hace también con amor.
Fuente: EL PAÍS - Babelia

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